La Carta Encíclica Fratelli Tutti, sobre la fraternidad y la amistad social, que nos ha entregado hace unos días el papa Francisco, es de una profunda riqueza. Es tan amplia y profunda que requiere ser leída, saboreada y reflexionada, acercándola a la vida de cada uno de nosotros para apreciar su importancia y valorar los cambios que puede generar.
Dividida en 8 capítulos, este documento papal pretende ofrecer cuáles son los grandes ideales, pero también los caminos concretos a recorrer para quienes quieren construir un mundo más justo y fraterno en sus relaciones cotidianas, en la vida social, en la política y en las instituciones.
El Santo Padre explica que el título, Fratelli tutti, proviene de las palabras que san Francisco de Asís utilizaba en las Admoniciones para dirigirse a todos los hermanos y hermanas para “proponerles una forma de vida con sabor a Evangelio”.
En el fondo, ni constituye una doctrina nueva, ya que el Papa se propone recoger en ella cuestiones que han estado siempre dentro de sus preocupaciones, ni pretende ser un resumen sobre el amor fraterno. Su importancia radica probablemente en el nuevo impulso que el Santo Padre quiere dar a la dimensión social y universal de la fraternidad desde el ejemplo de San Francisco de Asís, que declara feliz a quien ame “tanto a su hermano cuando está lejos de él como cuando está junto a él”.
Una sociedad globalizada pero enferma
Después de constatar que vivimos en una “sociedad cada vez más globalizada que nos hace más cercanos pero no más hermanos”; que nuestro mundo actual vive signos evidentes de un nuevo y drástico retroceso, la encíclica nos ofrece una relectura de la parábola del buen samaritano, tantas veces leída y meditada, para recordarnos la importancia de entender que el prójimo, el hermano herido, arrinconado, empobrecido, solo o violentado, es una persona que existe hoy cerca de nosotros y que, como seguidores del Evangelio de Jesús, su mensaje de amor a cada persona - “más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite”-, es una exigencia para nuestra vida.
Y desde esa base, en un texto dirigido a creyentes y no creyentes, el Papa nos presenta algunas de las causas que impiden que vivamos el mensaje de amor fraterno “en su dimensión universal, en su apertura a todos”:
- La indiferencia cómoda, fría y globalizada.
- Un modelo económico basado en las ganancias.
- El miedo al otro sobre todo si es emigrante.
- Nuestros mundos pequeños.
- La necesidad de defenderse del diferente; de que no se ponga en cuestión nuestra forma de vivir.
- El individualismo que nos ahoga o la incomunicación que nos perturba, la división entre las personas que genera la cultura dominante o la uniformidad de pensamiento y formas de vida.
Y ante esos problemas que generan además un injusto reparto de las riquezas, una minusvaloración de culturas no dominantes, una insolidaridad que impide que las personas puedan desarrollar todas sus capacidades, un aumento del número de descartados a raíz de la pobreza, explotación, exclusión, soledad o indiferencia … el Papa nos invita a no contagiarnos con “los síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor” y mirar el modelo de amor del buen samaritano basado en la atención al débil, el cuidado del enfermo, la cercanía al otro, la escucha y diálogo, la pacífica resolución de conflictos, la unidad ante los problemas que enfrentamos, la salida de nosotros mismos al encuentro del hermano…
Se desgrana así la potencia transformadora del amor humano y evangélico en todos los ámbitos de la vida. En lo más personal, requiere actitudes de apertura, escucha, diálogo y cercanía. En su dimensión de universalidad entre personas y pueblos, implica olvidar la eficacia y recuperar la gratuidad; incluir al diferente, al extraño, al marginado, al débil; hacer política desde la perspectiva del bien común; recuperar la capacidad humana de dialogar, con todo lo que significa de acercamiento al otro, de escucharle, de mirarse en el otro, de conocerse; buscar la paz y la reconciliación entre personas y pueblos; poner encima de la mesa los grandes retos que nos ayuden a construir la fraternidad: justicia, bien común, honradez, amabilidad, cercanía; y nunca perder de vista el hecho de que las religiones están al servicio de la fraternidad universal.
Al final, ante cuestiones que nos pueden desbordar, el Santo Padre nos invita a hacer una opción de gran calado. Según él: “… simplemente hay dos tipos de personas: las que se hacen cargo del dolor y las que pasan de largo; las que se inclinan reconociendo al caído y las que distraen su mirada y aceleran el paso. En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y nuestros disfraces se caen: es la hora de la verdad. ¿Nos inclinaremos para tocar y curar las heridas de los otros? ¿Nos inclinaremos para cargarnos al hombro unos a otros? Este es el desafío presente, al que no hemos de tenerle miedo. En los momentos de crisis la opción se vuelve acuciante: podríamos decir que, en este momento, todo el que no es salteador o todo el que no pasa de largo, o bien está herido o está poniendo sobre sus hombros a algún herido”. (Fuente: adaptado de Manos Unidas).
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