Este artículo de José Ramón Busto Saiz, publicado en www.pastoralsj.org me ha parecido tan interesante, que quiero compartirlo con todos los lectores de este blog.
En unos días la Iglesia Católica tendrá a su frente un nuevo Papa. Antes de entrar en el cónclave los cardenales se reúnen en las llamadas congregaciones generales. Además de preparar el cónclave, en esas reuniones reflexionan sobre los problemas de la Iglesia y tratan de esbozar el mejor perfil del nuevo papa para hacer frente a esos problemas. Como miembros responsables de la Iglesia, también a nosotros nos es lícito hacer nuestra propia reflexión y expresar nuestra percepción sobre los problemas de la Iglesia y nuestros deseos sobre lo que ha de ser el gobierno del nuevo papa.
La Iglesia no tiene más que un único desafío, que coincide con el cumplimiento de su misión y que consiste en evangelizar al mundo. Es decir, anunciar a todos los hombres la fe en Jesucristo, único Salvador, y convocarlos al compromiso por la justicia y la paz hasta recibir, como regalo de Dios, la salvación plena en una vida nueva y trascendente.
Ahora bien, la Iglesia debe buscar en cada momento histórico el mejor modo de responder a ese desafío atendiendo tanto a las circunstancias del mundo como a su propia situación interna. He ahí precisamente lo que busca el programa de la nueva evangelización. La Iglesia tiene que hacer lo de siempre, evangelizar, pero en el mundo actual ha de hacerlo de un modo nuevo porque nuevas son las circunstancias en que nos encontramos.
Creo que el reto fundamental al que tiene que hacer frente la Iglesia en el mundo de hoy es el anuncio de la fe. Siguiendo el mandato del Señor –«Id y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19)– debe anunciar la fe a los que todavía
no son creyentes, bien porque aún no han recibido el anuncio, bien porque habiéndolo recibido no lo han aceptado. Pero, a mi modo ver, la Iglesia se enfrenta hoy al reto, tan acuciante como nuevo, de anunciar la fe también a los que ya somos creyentes. Creo que esta percepción coincide con la de Benedicto XVI quien, al declarar el año de la fe, escribió en su carta apostólica Porta Fidei (nº 2): «Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas».
Siguiendo a san Agustín cuando escribió que «una cosa es lo que se cree y otra la fe por la cual se cree» (De Trinitate XIII, 2), quizá convenga distinguir, sin separarlos, entre el acto de fe y los contenidos de la fe. En ambos aspectos los creyentes necesitamos una nueva evangelización. Pues necesitamos tanto avivar la entrega de nuestro corazón a Dios como, por otra parte, mejorar nuestros conocimientos sobre nuestra propia fe. Es frecuente encontrar cristianos que desconocen o conocen mal los contenidos de la fe. A veces, por lo que toca a la fe, viven sólo del recuerdo de lo que aprendieron de niños, mientras en lo que toca a su vida profesional y social han ampliado sus conocimientos, los han profundizado y mejorado. Cristianos muy competentes en su vida profesional hacen gala de desconocimiento y falsas interpretaciones de los contenidos de la fe. A este desconocimiento contribuyen muchos de los medios de comunicación cuando hablan o escriben sobre la fe o sobre la Iglesia, con tanta ignorancia como atrevimiento. Y lo peor es que muchos cristianos no se preocupan por buscar otras fuentes solventes de información sobre su fe y su Iglesia.
La globalización y la secularización han puesto a convivir culturas diversas y aun opuestas en sus sistemas de valores. La Iglesia ha de encontrar el modo de proponer la fe en un mundo pluralista. Desde la Ilustración se intenta confinar lo religioso al ámbito de lo privado y del sentimiento evitando su presencia pública en la sociedad y excluyéndolo del debate de la razón. Pero la fe cristiana reclama para sí relevancia social y se entiende a sí misma no sólo como un sentimiento sino como un verdadero conocimiento sobre Dios, sobre el destino del hombre y sobre su compromiso ético.
La fe se aviva por la oración y la caridad. El aforismo latino lex orandi, lex credendi, lex vivendi, significa, primero, que las leyes que rigen la fe son las mismas que las que rigen la oración, de modo que la oración es el único termómetro con el que se puede medir la fe. Pero también que la fe actúa por la caridad, como escribió san Pablo. (Gal. 5, 6). En la citada carta Porta Fidei (nº 14) escribe Benedicto XVI que «la fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino». Por eso los creyentes avivaremos nuestra fe si unimos inseparablemente su confesión a la oración y a nuestro compromiso con la justicia y la caridad.
Para conseguir todo esto es imprescindible que la Iglesia aliente en su vida interna la participación de sus miembros. Los ciudadanos de las sociedades democráticas nos vamos acostumbrando a un modo de estar en las instituciones caracterizado por la participación, el respeto a las minorías, el libre debate de las opciones posibles antes de la toma de decisiones y la relevancia de la opinión pública. Sin embargo, en las instituciones eclesiásticas persisten todavía en demasía formas de organización que recuerdan más las estructuras del Antiguo Régimen que se fueron adoptando en Europa a partir de Carlomagno que las formas de organización de las comunidades eclesiales de los primeros siglos. Pero en muchos aspectos nada se opone a que la comunidad eclesial se organice utilizando sistemas más coherentes con la sensibilidad democrática. Fomentar la participación de los cristianos en la toma de decisiones y en los modos de manifestarlos a la sociedad, crecer en transparencia en los procedimientos de gobierno y en la construcción participada de consensos dentro de la comunidad eclesial, ayudaría también a legitimar las propuestas de la Iglesia al mundo.
No quiero decir que la Iglesia deba calcar las formas de organización política vigentes en la sociedad ni que deba renunciar a su propia identidad recibida de su Fundador. Pero me parece imprescindible que la Iglesia se esfuerce en contar con todas las fuerzas vivas que hay en su interior. A veces aletargadas, frecuentemente demasiado pasivas. Creo que el rasgo más significativo que debe caracterizar a la Iglesia para el inmediato futuro ha de ser su capacidad para liberar el potencial de compromiso inactivo pero aún vivo en la fe de los cristianos. Porque la respuesta a los desafíos de la Iglesia no corresponde darla únicamente al papa y a los obispos sino también a todos los cristianos.
Tampoco vendría mal que los miembros de la Iglesia vayamos siendo cada vez más capaces de reconocernos unos a otros un legítimo pluralismo. La fe común nos une, pero formas concretas de vivirla y, sobre todo, las concreciones del compromiso pueden ser plurales. El servicio de Pedro se concreta, sobre todo, en confirmar a los creyentes en la fe (cf. Lc 22, 32) y, por ello, en servir de vínculo de unión entre todos aunque se den sensibilidades, espiritualidades o formas de compromiso distintas. Un legítimo pluralismo eclesial que no derive en incoherentes fuerzas disgregadoras sino que sirva a un armónico enriquecimiento de todo el Cuerpo de Cristo puede contribuir también a hacer creíble la propuesta de fe de la Iglesia al mundo. Ya dejó dicho Tomás de Aquino (Super IV libros Sententiarum II, dist 2, q.1, a.3) que «en lo que no es necesidad de fe, lícito fue a los santos opinar de modo diverso, como lícito nos es a nosotros».
En unos días la Iglesia Católica tendrá a su frente un nuevo Papa. Antes de entrar en el cónclave los cardenales se reúnen en las llamadas congregaciones generales. Además de preparar el cónclave, en esas reuniones reflexionan sobre los problemas de la Iglesia y tratan de esbozar el mejor perfil del nuevo papa para hacer frente a esos problemas. Como miembros responsables de la Iglesia, también a nosotros nos es lícito hacer nuestra propia reflexión y expresar nuestra percepción sobre los problemas de la Iglesia y nuestros deseos sobre lo que ha de ser el gobierno del nuevo papa.
La Iglesia no tiene más que un único desafío, que coincide con el cumplimiento de su misión y que consiste en evangelizar al mundo. Es decir, anunciar a todos los hombres la fe en Jesucristo, único Salvador, y convocarlos al compromiso por la justicia y la paz hasta recibir, como regalo de Dios, la salvación plena en una vida nueva y trascendente.
Ahora bien, la Iglesia debe buscar en cada momento histórico el mejor modo de responder a ese desafío atendiendo tanto a las circunstancias del mundo como a su propia situación interna. He ahí precisamente lo que busca el programa de la nueva evangelización. La Iglesia tiene que hacer lo de siempre, evangelizar, pero en el mundo actual ha de hacerlo de un modo nuevo porque nuevas son las circunstancias en que nos encontramos.
Creo que el reto fundamental al que tiene que hacer frente la Iglesia en el mundo de hoy es el anuncio de la fe. Siguiendo el mandato del Señor –«Id y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19)– debe anunciar la fe a los que todavía
no son creyentes, bien porque aún no han recibido el anuncio, bien porque habiéndolo recibido no lo han aceptado. Pero, a mi modo ver, la Iglesia se enfrenta hoy al reto, tan acuciante como nuevo, de anunciar la fe también a los que ya somos creyentes. Creo que esta percepción coincide con la de Benedicto XVI quien, al declarar el año de la fe, escribió en su carta apostólica Porta Fidei (nº 2): «Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas».
Siguiendo a san Agustín cuando escribió que «una cosa es lo que se cree y otra la fe por la cual se cree» (De Trinitate XIII, 2), quizá convenga distinguir, sin separarlos, entre el acto de fe y los contenidos de la fe. En ambos aspectos los creyentes necesitamos una nueva evangelización. Pues necesitamos tanto avivar la entrega de nuestro corazón a Dios como, por otra parte, mejorar nuestros conocimientos sobre nuestra propia fe. Es frecuente encontrar cristianos que desconocen o conocen mal los contenidos de la fe. A veces, por lo que toca a la fe, viven sólo del recuerdo de lo que aprendieron de niños, mientras en lo que toca a su vida profesional y social han ampliado sus conocimientos, los han profundizado y mejorado. Cristianos muy competentes en su vida profesional hacen gala de desconocimiento y falsas interpretaciones de los contenidos de la fe. A este desconocimiento contribuyen muchos de los medios de comunicación cuando hablan o escriben sobre la fe o sobre la Iglesia, con tanta ignorancia como atrevimiento. Y lo peor es que muchos cristianos no se preocupan por buscar otras fuentes solventes de información sobre su fe y su Iglesia.
La globalización y la secularización han puesto a convivir culturas diversas y aun opuestas en sus sistemas de valores. La Iglesia ha de encontrar el modo de proponer la fe en un mundo pluralista. Desde la Ilustración se intenta confinar lo religioso al ámbito de lo privado y del sentimiento evitando su presencia pública en la sociedad y excluyéndolo del debate de la razón. Pero la fe cristiana reclama para sí relevancia social y se entiende a sí misma no sólo como un sentimiento sino como un verdadero conocimiento sobre Dios, sobre el destino del hombre y sobre su compromiso ético.
La fe se aviva por la oración y la caridad. El aforismo latino lex orandi, lex credendi, lex vivendi, significa, primero, que las leyes que rigen la fe son las mismas que las que rigen la oración, de modo que la oración es el único termómetro con el que se puede medir la fe. Pero también que la fe actúa por la caridad, como escribió san Pablo. (Gal. 5, 6). En la citada carta Porta Fidei (nº 14) escribe Benedicto XVI que «la fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino». Por eso los creyentes avivaremos nuestra fe si unimos inseparablemente su confesión a la oración y a nuestro compromiso con la justicia y la caridad.
Para conseguir todo esto es imprescindible que la Iglesia aliente en su vida interna la participación de sus miembros. Los ciudadanos de las sociedades democráticas nos vamos acostumbrando a un modo de estar en las instituciones caracterizado por la participación, el respeto a las minorías, el libre debate de las opciones posibles antes de la toma de decisiones y la relevancia de la opinión pública. Sin embargo, en las instituciones eclesiásticas persisten todavía en demasía formas de organización que recuerdan más las estructuras del Antiguo Régimen que se fueron adoptando en Europa a partir de Carlomagno que las formas de organización de las comunidades eclesiales de los primeros siglos. Pero en muchos aspectos nada se opone a que la comunidad eclesial se organice utilizando sistemas más coherentes con la sensibilidad democrática. Fomentar la participación de los cristianos en la toma de decisiones y en los modos de manifestarlos a la sociedad, crecer en transparencia en los procedimientos de gobierno y en la construcción participada de consensos dentro de la comunidad eclesial, ayudaría también a legitimar las propuestas de la Iglesia al mundo.
No quiero decir que la Iglesia deba calcar las formas de organización política vigentes en la sociedad ni que deba renunciar a su propia identidad recibida de su Fundador. Pero me parece imprescindible que la Iglesia se esfuerce en contar con todas las fuerzas vivas que hay en su interior. A veces aletargadas, frecuentemente demasiado pasivas. Creo que el rasgo más significativo que debe caracterizar a la Iglesia para el inmediato futuro ha de ser su capacidad para liberar el potencial de compromiso inactivo pero aún vivo en la fe de los cristianos. Porque la respuesta a los desafíos de la Iglesia no corresponde darla únicamente al papa y a los obispos sino también a todos los cristianos.
Tampoco vendría mal que los miembros de la Iglesia vayamos siendo cada vez más capaces de reconocernos unos a otros un legítimo pluralismo. La fe común nos une, pero formas concretas de vivirla y, sobre todo, las concreciones del compromiso pueden ser plurales. El servicio de Pedro se concreta, sobre todo, en confirmar a los creyentes en la fe (cf. Lc 22, 32) y, por ello, en servir de vínculo de unión entre todos aunque se den sensibilidades, espiritualidades o formas de compromiso distintas. Un legítimo pluralismo eclesial que no derive en incoherentes fuerzas disgregadoras sino que sirva a un armónico enriquecimiento de todo el Cuerpo de Cristo puede contribuir también a hacer creíble la propuesta de fe de la Iglesia al mundo. Ya dejó dicho Tomás de Aquino (Super IV libros Sententiarum II, dist 2, q.1, a.3) que «en lo que no es necesidad de fe, lícito fue a los santos opinar de modo diverso, como lícito nos es a nosotros».
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