1. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a
su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4).
El culto
mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para
siempre, como recuerda el apóstol Pablo, la identidad humana del Hijo de
Dios a una mujer, María de Nazaret.
El misterio
de la maternidad divina y de la cooperación de María a la obra redentora
suscita en los creyentes de todos los tiempos una actitud de alabanza tanto
hacia el Salvador como hacia la mujer que lo engendró en el tiempo, cooperando
así a la redención.
Otro motivo
de amor y gratitud a la santísima Virgen es su maternidad universal. Al
elegirla como Madre de la humanidad entera, el Padre celestial quiso revelar la
dimensión —por decir así— materna de su divina ternura y de su solicitud por
los hombres de todas las épocas.
En el
Calvario, Jesús, con las palabras: «Ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu
madre» (Jn 19, 26-27), daba ya anticipadamente a María a todos los que
recibirían la buena nueva de la salvación y ponía así las premisas de su afecto
filial hacia ella. Siguiendo a san Juan, los cristianos prolongarían con el
culto el amor de Cristo a su madre, acogiéndola en su propia vida.
2. Los textos evangélicos atestiguan la presencia del
culto mariano ya desde los inicios de la Iglesia.
Los dos
primeros capítulos del evangelio de san Lucas parecen recoger la atención
particular que tenían hacia la Madre de Jesús los judeocristianos, que
manifestaban su aprecio por ella y conservaban celosamente sus recuerdos.
En los
relatos de la infancia, además podemos captar las expresiones iniciales y las
motivaciones del culto mariano sintetizadas en las exclamaciones de santa
Isabel: «Bendita tú entre las mujeres (…). ¡Feliz la que ha creído que
se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 42.
45).
Huellas de
una veneración ya difundida en la primera comunidad cristiana se hallan
presentes en el cántico del Magníficat: «Desde ahora me felicitarán todas
las generaciones» (Lc 1, 48). Al poner en labios de María esa expresión los
cristianos le reconocían una grandeza única, que sería proclamada hasta el fin
del mundo.
Además, los
testimonios evangélicos (cf. Lc 1, 34-35; Mt 1, 23 y Jn 1, 13) las primeras
fórmulas de fe y un pasaje de san Ignacio de Antioquía(cf. Smirn. 1, 2:
SC 10, 155) atestiguan la particular admiración de las primeras comunidades
por la virginidad de María, íntimamente vinculada al misterio de la
Encarnación.
El evangelio
de san Juan, señalando la presencia de María al inicio y al final de la vida
pública de su Hijo, da a entender que los primeros cristianos tenían clara
conciencia del papel que desempeña María en la obra de la Redención con
plena dependencia de amor de Cristo.
3. El concilio Vaticano II
El concilio Vaticano II, al
subrayar el carácter particular del culto mariano, afirma: «María, exaltada por
la gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y
hombres, como la santa Madre de Dios, que participó en los misterios de Cristo,
es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial» (Lumen Gentium, 66).
Luego,
aludiendo a la oración mariana del siglo III«Sub tuum presídium»
—«Bajo tu amparo»— añade que esa peculiaridad aparece desde el inicio: «En
efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la santísima Virgen
con el título de Madre de Dios, bajo cuya protección se acogen los fieles
suplicantes en todos sus peligros y necesidades» (ib.).
Esta
afirmación es confirmada por la iconografía y la doctrina de los Padres de
la Iglesia, ya desde el siglo II.
En Roma, en
las catacumbas de santa Priscila, se puede admirar la primera
representación de la Virgen con el Niño, mientras, al mismo tiempo, san
Justino y san Ireneo hablan de María como la nueva Eva que con su fe y
obediencia repara la incredulidad y la desobediencia de la primera mujer. Según
el Obispo de Lyon, no bastaba que Adán fuera rescatado en Cristo, sino que «era
justo y necesario que Eva fuera restaurada en María» (Dem., 33). De este
modo subraya la importancia de la mujer en la obra de salvación y pone un
fundamento a la inseparabilidad del culto mariano del tributado a Jesús, que
continuará a lo largo de los siglos cristianos.
4. María como «Theotókos»
El culto
mariano se manifestó al principio con la invocación de María como
«Theotókos», título que fue confirmado de forma autorizada, después de la
crisis nestoriana, por el concilio de Éfeso, que se celebró en el año
431.
La misma
reacción popular frente a la posición ambigua y titubeante de Nestorio,
que llegó a negar la maternidad divina de María, y la posterior acogida
gozosa de las decisiones del concilio de Éfeso testimonian el arraigo del
culto a la Virgen entre los cristianos. Sin embargo, «sobre todo desde el
concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María ha crecido
admirablemente en veneración y amor, en oración e imitación» (Lumen
Gentium, 66). Se expresó especialmente en las fiestas litúrgicas entre las que,
desde principios del siglo V, asumió particular relieve «el día de
María Theotókos», celebrado el 15 de agosto en Jerusalén y que sucesivamente
se convirtió en la fiesta de la Dormición o la Asunción.
Además, bajo
el influjo del «Protoevangelio de Santiago», se instituyeron las fiestas
de la Natividad, la Concepción y la Presentación, que contribuyeron
notablemente a destacar algunos aspectos importantes del misterio de María.
Podemos
decir que el culto mariano se ha desarrollado hasta nuestros días con
admirable continuidad, alternando períodos florecientes con períodos críticos,
los cuales, sin embargo, han tenido con frecuencia el mérito de promover aún
más su renovación.
Después del
concilio Vaticano II, el culto mariano parece destinado a desarrollarse
en armonía con la profundización del misterio de la Iglesia y en diálogo con
las culturas contemporáneas, para arraigarse cada vez más en la fe y en la vida
del pueblo de Dios peregrino en la tierra.
Juan Pablo
II , 15 octubre 1997
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