Los
evangelios no hablan del buey y la mula que habrían estado en el pesebre junto
a Jesús sobre las pajas. Pero la tradición habla de ellos. Su historia es
conmovedora y encanta a niños y adultos. Y en estos tiempos ecológicos adquiere
un significado especial. Vamos a contar la verdad de esta historia antigua que
es narrada a su manera en cada lengua.
Un campesino
tenía un buey y una mula muy viejos e inservibles para el trabajo en el campo.
Se había encariñado con ellos y le habría gustado que muriesen de muerte
natural, pero se consumían día a día. Así que resolvió llevarlos al matadero.
Cuando tomó la decisión se sintió mal y no consiguió dormir en toda la noche.
El buey y la
mula notaron que había algo raro en al aire. Movían inquietos sus osamentas sin
poder dormitar. La vida había sido dura. Habían pasado por varios dueños. De
todos habían recibido muchos palos. Era su condición de animales de carga.
Hacia la
media noche, de repente sintieron que una mano invisible los conducía por un
estrecho camino hacia un establo. Decían entre sí: «¿Qué nos obligarán a hacer
en esta noche fría? Ya no tenemos fuerzas para nada».
Fueron
conducidos a una gruta donde había una lucecita trémula y un pesebre. Pensaban
que irían a comer algo de heno. Quedaron maravillados cuando vieron que allí
dentro, sobre unas pajas, tiritando, estaba un lindo recién nacido. Un hombre
inclinado, José, procuraba calentar al niño con su aliento. El buey y la mula
comprendieron inmediatamente. Debían calentar al niño. También con su aliento. SIGUE...
Acercaron sus hocicos. Cuando percibieron la belleza y la irradiación del niño sus viejos esqueletos se estremecieron de emoción. Y sintieron un fuerte vigor interno. Con sus hocicos bien cerquita del niño empezaron a respirar lentamente sobre él, y así se fue calentando.
Acercaron sus hocicos. Cuando percibieron la belleza y la irradiación del niño sus viejos esqueletos se estremecieron de emoción. Y sintieron un fuerte vigor interno. Con sus hocicos bien cerquita del niño empezaron a respirar lentamente sobre él, y así se fue calentando.
De repente,
el niño abrió los ojos. «Ahora va a llorar», dijo la mula al buey, «verás que
le asustaron nuestros feos hocicos». El niño, por el contrario, los miró
amorosamente y extendió su pequeña mano para acariciar sus hocicos. Y seguía
sonriendo, como si fuera una cascada de agua.
«El niño
ríe», dijo José a María. «No para de reír». «Debe ser que le hizo gracia el
hocico del buey y la mula». María sonrió y quedó callada. Acostumbrada a
guardar todas las cosas en su corazón, sabía que era un milagro de su divino
niño.
El hecho es
que los propios animales se sintieron alegres. Nadie les había reconocido
ningún mérito en la vida. Y he aquí que estaban calentando al Señor del
universo en forma de niño.
Cuando
volvían hacia casa notaron que otros burros y bueyes los miraban con un aire de
admiración. Estaban tan felices que al avistar la casa, hasta se arriesgaron a
un galope. Y ahí se dieron cuenta de que estaban realmente llenos de vitalidad.
Volvieron al
establo. Por la mañanita vino el patrón para llevarlos al matadero. Ellos lo
miraron compungidos, como diciendo: «¡déjanos vivir un poco más!». El patrón
los miró sorprendido y dijo: «¿pero son éstos mis viejos animales?, ¿cómo es
que están tan vigorosos, con la piel lisa y brillante y las patas firmes y
fuertes?»
Y dejó que
se quedaran. Durante años y años sirvieron fielmente al patrón. Pero él siempre
se preguntaba: «Dios mío, ¿quién trasformó de repente en jóvenes y robustos a
aquella mula y aquel buey tan viejitos?» Los niños, que saben del niño Jesús,
pueden darle la respuesta.
Con el Niño,
el buey y la mula les deseo «Feliz Navidad a todos los lectores y lectoras».
Leonardo Boff
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