Al comenzar el año no viene mal desear el fin de todas las guerras. Que la paz presida el mundo en este 2014 que acaba de comenzar. Lo deseamos firmemente y lo cantamos con la canción “So this is Christmas, war is over” de John Lennon, interpretada por The Corrs en el Wembley Arena, Londres, diciembre de 2000. --598
Mensaje del Papa Francisco para la
Jornada Mundial de la Paz
Todos nos necesitamos unos a otros ...
Todos los hombres
estamos llamados
a vivir unidos, preocupándonos unos
de otros. La cruz es el lugar definitivo donde
se funda la fraternidad
a vivir unidos, preocupándonos unos
de otros. La cruz es el lugar definitivo donde
se funda la fraternidad
En este mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz, quisiera desear a todos, a las personas y a los pueblos, una vida llena
de alegría y de esperanza. El corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en
su interior el deseo de una
vida plena, de la que forma parte un anhelo
indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los
que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y
querer.
De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del
hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter
relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana
y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad
justa, de una paz estable y duradera. Y es necesario recordar que, normalmente,
la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo
gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en
particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda
fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino primordial para la
paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo con su amor.
El número cada vez mayor de interdependencias y de
comunicaciones que se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la
conciencia de que todas las naciones de la tierra forman una unidad y comparten
un destino común. En los dinamismos de la Historia, a pesar de la diversidad de
etnias, sociedades y culturas, vemos sembrada la vocación de formar una
comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los
unos de los otros. Sin embargo, a menudo los hechos, en un mundo caracterizado
por laglobalización de la indiferencia, que poco a poco nos habitúa al
sufrimiento del otro, cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y desmienten
esa vocación.
En muchas partes del mundo, continuamente se lesionan
gravemente los derechos humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida
y a la libertad religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres humanos,
con cuya vida y desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa un
ejemplo inquietante. A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman
otras guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el
campo económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de
familias, de empresas.
La globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos
acerca a los demás, pero no nos hace hermanos. Además, las numerosas
situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no sólo una
profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura de la
solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso individualismo,
egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos sociales,
fomentando esa mentalidad del descarte, que lleva al desprecio y al
abandono de los más débiles, de cuantos son consideradosinútiles. Así la
convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut des pragmático
y egoísta.
Al mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas
contemporáneas son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya
que una fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como fundamento
último, no logra subsistir (cf. Francisco, Lumen fidei, 54). Una
verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad
trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la
fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse prójimo que
se preocupa por el otro.
¿Dónde está tu hermano?
2. Para comprender mejor esta vocación
del hombre a la fraternidad, para conocer más adecuadamente los obstáculos que
se interponen en su realización y descubrir los caminos para superarlos, es
fundamental dejarse guiar por el conocimiento del designio de Dios, que nos
presenta luminosamente la Sagrada Escritura.
Según el relato de los orígenes, todos los hombres
proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su imagen
y semejanza (cf. Gn 1, 26), de los cuales nacen Caín y Abel. En la historia de
la primera familia leemos la génesis de la sociedad, la evolución de las
relaciones entre las personas y los pueblos.
Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda
y, a la vez, su vocación es ser hermanos, en la diversidad de su actividad y
cultura, de su modo de relacionarse con Dios y con la creación. Pero el
asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia trágicamente del rechazo
radical de la vocación a ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4, 1-16) pone en
evidencia la dificultad de la tarea a la que están llamados todos los hombres,
vivir unidos, preocupándose los unos de los otros. Caín, al no aceptar la
predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de su rebaño -«el Señor
se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda» (Gn
4, 4-5)-, mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a reconocerlo como
hermano, a relacionarse positivamente con él, a vivir ante Dios asumiendo sus
responsabilidades de cuidar y proteger al otro. A la pregunta: «¿Dónde está tu
hermano?», con la que Dios interpela a Caín pidiéndole cuentas por lo que ha
hecho, él responde: «No lo sé; ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,
9). Después -nos dice el Génesis- «Caín salió de la presencia del Señor» (4,
16).
Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que
han llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él,
el vínculo de reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios
mismo denuncia y recrimina a Caín su connivencia con el mal: «El pecado acecha
a la puerta» (Gn 4, 7). No obstante, Caín no lucha contra el mal y decide
igualmente alzar la mano «contra su hermano Abel» (Gn 4, 8), rechazando el
proyecto de Dios. Frustra así su vocación originaria de ser hijo de Dios y a
vivir la fraternidad.
El relato de Caín y Abel nos enseña que la Humanidad
lleva inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática
posibilidad de su traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que
está en el fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres
mueren a manos de hermanos y hermanas que no saben reconocerse como tales, es
decir, como seres hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el don.
Y todos vosotros sois hermanos
3. Surge espontánea la pregunta: ¿los
hombres y las mujeres de este mundo podrán corresponder alguna vez plenamente
al anhelo de fraternidad, que Dios Padre imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo
con sus fuerzas, vencer la indiferencia, el egoísmo y el odio, y aceptar las
legítimas diferencias que caracterizan a los hermanos y hermanas?
Parafraseando sus palabras, podríamos sintetizar así
la respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya que hay un solo Padre, que
es Dios, todos vosotros sois hermanos (cf. Mt 23, 8-9). La fraternidad
está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una paternidad
genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor personal,
puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (cf. Mt 6,
25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente fraternidad, porque
el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte en el agente más asombroso de
transformación de la existencia y de las relaciones con los otros, abriendo a
los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.
Sobre todo, la fraternidad humana ha sido
regenerada en y por Jesucristo con su muerte
y resurrección. La cruz es el lugar definitivo donde se funda la
fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí mismos.
Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre
hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2, 8), mediante su resurrección
nos constituye en Humanidad nueva, en total comunión con la voluntad de Dios,
con su proyecto, que comprende la plena realización de la vocación a la
fraternidad.
Jesús asume desde el principio el proyecto de Dios,
concediéndole el primado sobre todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a
la muerte por amor al Padre, se convierte en principio nuevo y
definitivo para todos nosotros, llamados a reconocernos hermanos en
Él, hijos del mismo Padre. Él es la misma Alianza, el lugar
personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí.
En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la separación entre
pueblos, entre el pueblo de la Alianza y el pueblo de los gentiles, privado de
esperanza porque, hasta aquel momento, era ajeno a los pactos de la Promesa. Como
leemos en la Carta a los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a
todos los hombres. Él es la paz, porque de los dos pueblos
ha hecho uno solo, derribando el muro de separación que los dividía, la
enemistad. Él ha creado en sí mismo un solo pueblo, un solo hombre nuevo, una
sola Humanidad (cf. 2, 14-16).
Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a
Dios como Padre y se entrega totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas. El
hombre reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia, siente la
llamada a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es aceptado
y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no como un extraño, y
menos aún como un contrincante o un enemigo. En la familia de Dios, donde todos
son hijos de un mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos
en el Hijo, no hay vidas descartables. Todos gozan de igual e
intangible dignidad. Todos son amados por Dios, todos han sido rescatados por
la sangre de Cristo, muerto en cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón
por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de los hermanos.
La fraternidad, fundamento y camino para la
paz
No hay «vidas descartables». Todos son amados
por Dios, todos han sido rescatados
por la sangre de Cristo
4. Teniendo en cuenta todo esto, es
fácil comprender que la fraternidad es fundamento y camino para la paz. Las
encíclicas sociales de mis Predecesores aportan una valiosa ayuda en este
sentido. Bastaría recuperar las definiciones de paz de la Populorum
progressio, de Pablo VI, o de la Sollicitudo rei socialis, de
Juan Pablo II. En la primera, encontramos que el desarrollo integral de los
pueblos es el nuevo nombre de la paz (cf. n.87). En la segunda, que la paz
es opus solidaritatis (cf. n.39).
Pablo VI afirma que no sólo entre las personas, sino
también entre las naciones, debe reinar un espíritu de fraternidad. Y explica:
«En esta comprensión y amistad mutuas, en esta comunión sagrada, debemos [...]
actuar a una para edificar el porvenir común de la Humanidad» (Populorum
progressio, 43). Este deber concierne, en primer lugar, a los más
favorecidos. Sus obligaciones hunden sus raíces en la fraternidad humana y
sobrenatural, y se presentan bajo un triple aspecto: el deber de
solidaridad, que exige que las naciones ricas ayuden a los países menos
desarrollados; el deber de justicia social, que requiere el
cumplimiento en términos más correctos de las relaciones defectuosas entre
pueblos fuertes y pueblos débiles; el deber de caridad universal,
que implica la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos
tengan algo que dar y recibir, sin que el progreso de unos sea un obstáculo
para el desarrollo de los otros (cf. Populorum progressio, 44).
Asimismo, si se considera la paz como opus
solidaritatis, no se puede soslayar que la fraternidad es su principal
fundamento. La paz -afirma Juan Pablo II- es un bien indivisible. O es de
todos, o no es de nadie. Sólo es posible alcanzarla realmente y gozar de ella,
como mejor calidad de vida y como desarrollo más humano y sostenible, si se
asume en la práctica, por parte de todos, una «determinación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común» (Sollicitudo rei socialis,
38). Lo cual implica no dejarse llevar por el afán de ganancia, o
por la sed de poder.Es necesario estar dispuestos a «perderse por
el otro en lugar de explotarlo, y a servirlo en lugar de
oprimirlo para el propio provecho. [...] El otro -persona,
pueblo o nación- no [puede ser considerado] como un instrumento cualquiera para
explotar a bajo coste su capacidad de trabajo y resistencia física,
abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante nuestro,
una ayuda» (ibíd., 80).
La solidaridad cristiana entraña que
el prójimo sea amado no sólo como «un ser humano con sus derechos y su igualdad
fundamental con todos», sino como «la imagen viva de Dios
Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente
del Espíritu Santo» (Sollicitudo rei socialis, 40), como un hermano.
«Entonces, la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de
todos los hombres en Cristo, hijos en el Hijo, de la presencia y
acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá -recuerda Juan Pablo II- a
nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para
interpretarlo», para transformarlo.
La fraternidad, premisa para vencer la
pobreza
5. En la Caritas in veritate,
mi Predecesor recordaba al mundo entero que la falta de fraternidad entre los pueblos
y entre los hombres es una causa importante de la pobreza (cf.
n.19). En muchas sociedades experimentamos una profunda pobreza
relacional debida a la carencia de sólidas relaciones familiares y
comunitarias. Asistimos con preocupación al crecimiento de distintos tipos de
descontento, de marginación, de soledad, y a variadas formas de dependencia
patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada redescubriendo y
valorando las relaciones fraternas en el seno de las familias
y de las comunidades, compartiendo las alegrías y los sufrimientos, las
dificultades y los logros que forman parte de la vida de las personas.
Además, si por una parte se da una reducción de
la pobreza absoluta, por otra parte no podemos dejar de reconocer
un grave aumento de la pobreza relativa, es decir, de las
desigualdades entre personas y grupos que conviven en una determinada región o
en un determinado contexto histórico-cultural. En este sentido, se necesitan
también políticas eficaces que promuevan el principio de la fraternidad,
asegurando a las personas -iguales en su dignidad y en sus derechos
fundamentales- el acceso a los capitales, a los servicios, a los
recursos educativos, sanitarios, tecnológicos, de modo que todos tengan la
oportunidad de expresar y realizar su proyecto de vida, y puedan desarrollarse
plenamente como personas.
También se necesitan políticas dirigidas a atenuar una
excesiva desigualdad de la renta. No podemos olvidar la enseñanza de la Iglesia
sobre la llamada hipoteca social, según la cual, aunque es lícito,
como dice santo Tomás de Aquino, e incluso necesario, «que el hombre posea
cosas propias» (Summa Theologiae II-II, q.66 a.2), en cuanto al
uso, no las tiene «como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el
sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás»
(Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 69).
Finalmente, hay una forma más de promover la
fraternidad -y así vencer la pobreza- que debe estar en el fondo de todas las
demás. Es el desprendimiento de quien elige vivir estilos de vida sobrios y
esenciales, de quien, compartiendo las propias riquezas, consigue así
experimentar la comunión fraterna con los otros. Esto es fundamental para
seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se trata sólo de
personas consagradas que hacen profesión del voto de pobreza, sino también de
muchas familias y ciudadanos responsables, que creen firmemente que la relación
fraterna con el prójimo constituye el bien más preciado.
El redescubrimiento de la fraternidad en la
economía
Compartir las propias riquezas es fundamental
para seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos
6. Las graves crisis financieras y
económicas -que tienen su origen en el progresivo alejamiento del hombre de
Dios y del prójimo, en la búsqueda insaciable de bienes materiales, por un
lado, y en el empobrecimiento de las relaciones interpersonales y comunitarias,
por otro- han llevado a muchos a buscar el bienestar, la felicidad y la
seguridad en el consumo y la ganancia más allá de la lógica de una economía
sana. Ya en 1979, Juan Pablo II advertía del «peligro real y perceptible de
que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo
de las cosas, pierda los hilos esenciales de este dominio suyo, y de diversos modos
su humanidad quede sometida a ese mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple
manipulación, aunque a veces no directamente perceptible, a través de toda la
organización de la vida comunitaria, a través del sistema de producción, a
través de la presión de los medios de comunicación social» (Redemptor
hominis, 16).
El hecho de que las crisis económicas se sucedan una
detrás de otra debería llevarnos a las oportunas revisiones de los modelos de
desarrollo económico y a un cambio en los estilos de vida. La crisis actual,
con graves consecuencias para la vida de las personas, puede ser, sin embargo,
una ocasión propicia para recuperar las virtudes de la prudencia, de la
templanza, de la justicia y de la fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a
superar los momentos difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos que nos
unen unos a otros, con la profunda confianza de que el hombre tiene necesidad y
es capaz de algo más que desarrollar al máximo su interés individual. Sobre
todo, estas virtudes son necesarias para construir y mantener una sociedad a
medida de la dignidad humana.
La fraternidad extingue la guerra
7. Durante este último año, muchos de
nuestros hermanos y hermanas han sufrido la experiencia denigrante de la
guerra, que constituye una grave y profunda herida infligida a la fraternidad.
Muchos son los conflictos armados que se producen en
medio de la indiferencia general. A todos cuantos viven en tierras donde las
armas imponen terror y destrucción, les aseguro mi cercanía personal y la de
toda la Iglesia. Ésta tiene la misión de llevar la caridad de Cristo también a
las víctimas inermes de las guerras olvidadas, mediante la oración por la paz,
el servicio a los heridos, a los que pasan hambre, a los desplazados, a los
refugiados y a cuantos viven con miedo. Además, la Iglesia alza su voz para
hacer llegar a los responsables el grito de dolor de esta Humanidad sufriente y
para hacer cesar, junto a las hostilidades, cualquier atropello o violación de
los derechos fundamentales del hombre (cf. Consejo Pontificio Justicia
y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 159).
Por este motivo, deseo dirigir una encarecida
exhortación a cuantos siembran violencia y muerte con las armas: redescubran,
en quien hoy consideran sólo un enemigo al que exterminar, a su hermano y no
alcen su mano contra él. Renuncien a la vía de las armas y vayan al encuentro
del otro con el diálogo, el perdón y la reconciliación para reconstruir a su
alrededor la justicia, la confianza y la esperanza. «En esta perspectiva, parece
claro que, en la vida de los pueblos, los conflictos armados constituyen
siempre la deliberada negación de toda posible concordia internacional, creando
divisiones profundas y heridas lacerantes que requieren muchos años para
cicatrizar. Las guerras constituyen el rechazo práctico al compromiso por
alcanzar esas grandes metas económicas y sociales que la comunidad
internacional se ha fijado» (Francisco, Carta al Presidente de la
Federación Rusa, Vladímir Putin. 4 septiembre 2013).
Sin embargo, mientras haya una cantidad tan grande de
armamentos en circulación como hoy en día, siempre se podrán encontrar nuevos
pretextos para iniciar las hostilidades. Por eso, hago mío el llamamiento de
mis Predecesores a la no proliferación de las armas y al desarme de parte de
todos, comenzando por el desarme nuclear y químico.
No podemos dejar de constatar que los acuerdos
internacionales y las leyes nacionales, aunque son necesarias y altamente
deseables, no son suficientes por sí solas para proteger a la Humanidad del
riesgo de los conflictos armados. Se necesita una conversión de los corazones
que permita a cada uno reconocer en el otro un hermano del que preocuparse, con
el que colaborar para construir una vida plena para todos. Éste es el espíritu
que anima muchas iniciativas de la sociedad civil a favor de la paz, entre las
que se encuentran las de las organizaciones religiosas. Espero que el empeño
cotidiano de todos siga dando fruto y que se pueda lograr también la efectiva
aplicación en el Derecho internacional del derecho a la paz, como un derecho
humano fundamental, pre-condición necesaria para el ejercicio de todos los
otros derechos.
La corrupción y el crimen organizado se
oponen a la fraternidad
Es necesario encontrar los modos para que todos
se puedan beneficiar de los frutos de la tierra
8. El horizonte de la fraternidad prevé
el desarrollo integral de todo hombre y mujer. Las justas ambiciones de una
persona, sobre todo si es joven, no se pueden frustrar y ultrajar, no se puede
defraudar la esperanza de poder realizarlas. Sin embargo, no podemos confundir
la ambición con la prevaricación. Al contrario, debemos competir en la estima
mutua (cf. Rm 12, 10). También en las disputas, que constituyen un aspecto
ineludible de la vida, es necesario recordar que somos hermanos y, por eso
mismo, educar y educarse en no considerar al prójimo un enemigo o un adversario
al que eliminar.
La fraternidad genera paz social, porque crea un
equilibrio entre libertad y justicia, entre responsabilidad personal y solidaridad,
entre el bien de los individuos y el bien común. Y una comunidad política debe
favorecer todo esto con trasparencia y responsabilidad. Los ciudadanos deben
sentirse representados por los poderes públicos sin menoscabo de su libertad.
En cambio, a menudo, entre ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de
parte que deforman su relación, propiciando la creación de un clima perenne de
conflicto.
Un auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo
individual que impide que las personas puedan vivir en libertad y armonía entre
sí. Ese egoísmo se desarrolla socialmente tanto en las múltiples formas de
corrupción, hoy tan capilarmente difundidas, como en la formación de las
organizaciones criminales, desde los grupos pequeños, a aquellos que operan a
escala global, que, minando profundamente la legalidad y la justicia, hieren el
corazón de la dignidad de la persona. Estas organizaciones ofenden gravemente a
Dios, perjudican a los hermanos y dañan a la creación, más todavía cuando
tienen connotaciones religiosas.
Pienso en el drama lacerante de la droga, con la que
algunos se lucran despreciando las leyes morales y civiles, en la devastación
de los recursos naturales y en la contaminación, en la tragedia de la
explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en la
especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores
para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la pobreza a millones
de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas
inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la
abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra los menores,
en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo, en
la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes con los que se
especula indignamente en la ilegalidad. Juan XXIII escribió al respecto: «Una
sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de
inhumana. En ella, efectivamente, los hombres se ven privados de su libertad,
en vez de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al
propio perfeccionamiento» (Pacem in terris, 34). Sin embargo, el
hombre se puede convertir y nunca se puede excluir la posibilidad de que cambie
de vida. Me gustaría que esto fuese un mensaje de confianza para todos, también
para aquellos que han cometido crímenes atroces, porque Dios no quiere
la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18, 23).
En el contexto amplio del carácter social del hombre,
por lo que se refiere al delito y a la pena, también hemos de pensar en las
condiciones inhumanas de muchas cárceles, donde el recluso a menudo queda
reducido a un estado infrahumano y humillado en su dignidad humana, impedido
también de cualquier voluntad y expresión de redención. La Iglesia hace mucho
en todos estos ámbitos, la mayor parte de las veces en silencio. Exhorto y
animo a hacer cada vez más, con la esperanza de que dichas iniciativas,
llevadas a cabo por muchos hombres y mujeres audaces, sean cada vez más
apoyadas leal y honestamente también por los poderes civiles.
La fraternidad ayuda a proteger y a
cultivar la naturaleza
9. La familia humana ha recibido del
Creador un don en común: la naturaleza. La visión cristiana de la creación
conlleva un juicio positivo sobre la licitud de las intervenciones en la
naturaleza para sacar provecho de ello, a condición de obrar responsablemente,
es decir, acatando aquella gramática que está inscrita en ella
y usando sabiamente los recursos en beneficio de todos, respetando la belleza,
la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su función en el
ecosistema. En definitiva, la naturaleza está a nuestra disposición, y nosotros
estamos llamados a administrarla responsablemente. En cambio, a menudo nos
dejamos llevar por la codicia, por la soberbia del dominar, del tener, del
manipular, del explotar; no custodiamos la naturaleza, no la respetamos, no la
consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los
hermanos, también de las generaciones futuras.
En particular, el sector agrícola es el sector
primario de producción con la vocación vital de cultivar y proteger los
recursos naturales para alimentar a la Humanidad. A este respecto, la
persistente vergüenza del hambre en el mundo me lleva a compartir con vosotros
la pregunta: ¿cómo usamos los recursos de la tierra? Las
sociedades actuales deberían reflexionar sobre la jerarquía en las prioridades
a las que se destina la producción. De hecho, es un deber de obligado
cumplimiento que se utilicen los recursos de la tierra de modo que nadie pase
hambre. Las iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se limitan al
aumento de la producción. Es de sobra sabido que la producción actual es
suficiente y, sin embargo, millones de personas sufren y mueren de hambre, y
eso constituye un verdadero escándalo. Es necesario encontrar los modos para
que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo para evitar
que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que conformar
con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, de
equidad y de respeto hacia el ser humano. En este sentido, quisiera recordar a
todos el necesario destino universal de los bienes, que es uno de
los principios clave de la doctrina social de la Iglesia. Respetar este
principio es la condición esencial para posibilitar un efectivo y justo acceso
a los bienes básicos y primarios que todo hombre necesita y a los que tiene
derecho.
Conclusión
Cuando falta la apertura a Dios, toda actividad
humana se vuelve más pobre. Todos nos
necesitamos unos a otros
10. La fraternidad tiene necesidad de ser
descubierta, amada, experimentada, anunciada y testimoniada. Pero sólo el amor dado
por Dios nos permite acoger y vivir plenamente la fraternidad.
El necesario realismo de la política y de la economía
no puede reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión
trascendente del hombre. Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad
humana se vuelve más pobre y las personas quedan reducidas a objetos de
explotación. Sólo si aceptan moverse en el amplio espacio asegurado por esta
apertura a Aquel que ama a cada hombre y a cada mujer, la política y la
economía conseguirán estructurarse sobre la base de un auténtico espíritu de
caridad fraterna y podrán ser instrumento eficaz de desarrollo humano integral
y de paz.
Los cristianos creemos que, en la Iglesia, somos
miembros los unos de los otros, que todos nos necesitamos unos a otros, porque
a cada uno de nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don de
Cristo, para la utilidad común (cf. Ef 4, 7.25; 1Co 12, 7). Cristo ha venido al
mundo para traernos la gracia divina, es decir, la posibilidad de participar en
su vida. Esto lleva consigo tejer un entramado de relaciones fraternas, basadas
en la reciprocidad, en el perdón, en el don total de sí, según la amplitud y la
profundidad del amor de Dios, ofrecido a la Humanidad por Aquel que,
crucificado y resucitado, atrae a todos a sí: «Os doy un mandamiento nuevo: que
os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La
señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis
unos a otros» (Jn 13, 34-35). Ésta es la buena noticia que reclama de cada uno
de nosotros un paso adelante, un ejercicio perenne de empatía, de escucha del
sufrimiento y de la esperanza del otro, también del más alejado de mí,
poniéndonos en marcha por el camino exigente de aquel amor que se entrega y se
gasta gratuitamente por el bien de cada hermano y hermana.
Cristo se dirige al hombre en su integridad y no desea
que nadie se pierda. «Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo,
sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3, 17). Lo hace sin forzar, sin
obligar a nadie a abrirle las puertas de su corazón y de su mente. «El primero
entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierna, como el que sirve
-dice Jesucristo-; yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,
26-27). Así pues, toda actividad debe distinguirse por una actitud de servicio
a las personas, especialmente a las más lejanas y desconocidas. El servicio es
el alma de esa fraternidad que edifica la paz.
Que María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender y
a vivir cada día la fraternidad que brota del corazón de su Hijo, para llevar
paz a todos los hombres en esta querida tierra nuestra.
Vaticano, 8 de diciembre
de 2013
Francisco
Fuente:
Agencia Zenit, vía alfayomega.es
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